Debo reconocer que no me creí del todo que mis padres hubiesen sido capaces de encasquetarme a mi hermana hasta que la he visto en el umbral de la puerta de mi loft, con una bolsa de viaje en cada mano y una sonrisa tan deslumbrante que por poco me pongo las gafas de sol.
—Te veo muy contenta —le espeto, con poca simpatía.
—¿Y por qué no iba a estarlo? —Responde ella, risueña como siempre.
—Bueno, teniendo en cuenta que te han expulsado de Oxford por suspender hasta el recreo, yo no estaría tirando cohetes, precisamente.
—Alyssa querida, no sabes cómo deseaba que me dieras la bienvenida.
No tengo más remedio que hacerme a un lado para dejarle pasar. Sin recato alguno, Prue suelta las bolsas en mitad de la salita y se abalanza sobre mi estantería de diseño, husmeando todos los rincones. En breves instantes empezará a toquetearlo todo y a preguntarme la procedencia y utilidad de cualquier objeto que brille o tenga plumas. Es como un animalillo, siempre lo ha sido.
—Por cierto, tu habitación es aquélla —digo, señalando una puerta abierta, mientras me desplomo en un puff con la esperanza de que ese dato la distraiga de mis cosas.
Francamente, no esperaba que funcionase tan bien: Prue se aleja de la estantería para adentrarse en la habitación. No obstante, no tarda ni dos segundos en volver a salir para quejarse:
—¡Pero si no es más que un cuchitril!
—¿Y qué esperabas, la suite nupcial? Te recuerdo que tu estancia aquí no era precisamente uno de mis planes de futuro.
Prue se cruza de brazos.
—Más bien, en tus planes de futuro no entra la estancia de nadie. Ni siquiera tienes habitación de invitados.
No puedo evitar el alzar una ceja.
—¿Y eso se supone que es un problema?
—Más bien se trata de una crítica, hermanita.
Echo la cabeza hacia atrás y me río de forma cínica.
—Quizá aún no lo sepas porque eres demasiado joven, pero los invitados que se quedan a dormir lo hacen en mi cama —explico, utilizando mi tono de voz más sugerente.
Prue me sostiene la mirada durante un segundo y pasa el peso de su cuerpo de una pierna a otra.
—Pues deben aburrirse muchísimo —me suelta. Me quedo sin habla durante un momento, y ella aprovecha para seguir hablando—. Bueno, si no hay ningún otro sitio, dormiré en el cuarto de las escobas. Casi es mejor, porque papá y mamá esperan que saques brillo a tu látigo de arpía malvada en mi espalda y me obligues a estudiar.
—¿Yo? —Pregunto, incrédula—. No cuentes con mi disciplina. Bastantes cosas tengo que hacer, y además, ya eres mayorcita.
—E irresponsable —añade, como si fuese una virtud.
—Me consta —replico—. De lo contrario, no vivirías aquí.
Ella se encoge de hombros.
—Cosas que pasan. En fin, voy a instalarme. ¿Hay alguna norma específica que deba conocer?
—Supongo que debería haber preparado alguna, pero… no, me parece que no. Cada una cocina lo suyo, y de la limpieza no te preocupes, tengo asistenta.
—Jo, Alyssa, sabía que estabas montada en el dólar, pero eso de tener asistenta en un piso de soltera es… como de peli de Hollywood.
—Me lo tomaré como un cumplido —respondo, con un suspiro teatral—. Ah, una cosa más: en el sótano del edificio no están las calderas, ni hay trasteros ni nada de eso. Allí abajo están las criptas, que por cierto, también están habitadas. ¿Me sigues?
Prue asiente a cámara lenta mientras procesa la información. Al menos, espero que esté haciéndolo. El hecho de que los monstruos vivan sus vidas de manera normal durante la noche de la misma manera que nosotros lo hacemos durante el día convierte el concepto de rutina en algo muy distinto de lo que era hasta hace unos… cinco años, momento en que se revelaron al mundo. La dueña del edificio demostró su visión en materia de negocios cuando, en plena remodelación del edificio, los monstruos revelaron su existencia y ella decidió construir las dos criptas del sótano. Aunque pocos pisos están ocupados porque el edificio es muy nuevo, las criptas sí que tienen habitantes. Y cuando me preguntan, siempre respondo lo mismo: que son muy majos. Pero por si acaso, es mejor avisar a mi inconsciente hermana pequeña, porque aunque confío en Cleo, Deuce y Lagoona, no sé qué clase de amigos tienen, y no me gustaría nada que mis padres se presenten cualquier día a hacer la inspección y se encuentren con Prue momificada en un armario.
Además, dudo mucho que mis ambientadores de lavanda pudiesen ayudar a mantener la atmósfera.
Lo cual me recuerda…
—Por cierto, si te encuentras a Pam en el ascensor, no pienses que viene de visita. Es que también vive aquí.
Prue me lanza una mirada sorprendida que no tarda en verse sustituida por una sonrisa cargada de sarcasmo.
—Estarás tirando cohetes —dice.
—¿No ves mi voluntad de celebrarlo? —Pregunto, sin mover un dedo.
—Ya es casualidad —mi hermana se acerca para tomar asiento en uno de mis sofás—, que de todas las casas en alquiler que hay en Londres, y con el dineral que tiene Pam, se haya decidido a alquilar un apartamento en el mismo bloque que tú. ¡…Espera! Creo que hay una razón metafísica. Debe ser un castigo divino.
Cuando termina de exponer su absurda tesis, le dedico una escéptica mirada.
—Claro, ¿cómo es que no se me había ocurrido? —Digo.
Prue ladea la cabeza y me mira de esa manera que sólo miran las madres a los niños pequeños cuando se niegan a hacerse amigos de los nuevos vecinos.
—Es nuestra prima —me recuerda.
—Ya lo sabía, Prue —respondo—. Hace veinticuatro años que la conozco, veinticuatro años en los que nunca me ha caído bien.
Ella alza una ceja.
—Debiste ser muy precoz si a la edad en que los niños carecen de uso de razón tú ya eras capaz de odiar a Pam.
—Obviamente, sí.
Mi hermana suelta una carcajada se incorpora.
—De todas formas, deberías decirme cuál es su piso. Ya que yo no la detesto, debería pasarme a saludar, aunque sea.
—Tú misma —me encojo de hombros—. Es el 1º… B, me parece. No estoy segura. Llama a los dos timbres.
Prue exhala un prolongado suspiro.
—No tienes remedio. Bueno, me voy.
La oigo caminar en dirección a la puerta, pero no pasan ni cinco segundos cuando vuelve:
—¿Y mi llave?
Alzo la cabeza para mirarla a los ojos y respondo con aplomo:
—Todavía no te la he hecho.
A Prue se le descuelga la mandíbula.
—Veo que estás en todo, hermanita —acaba diciendo.
Me encojo de hombros, restándole importancia.
—Tengo mucho trabajo. De todas formas —me pongo de pie— hoy no saldré: tengo que terminar un artículo para la revista. No te preocupes, no dormirás en el rellano.
—Me quedo mucho más tranquila —responde, y tras dar media vuelta, camina a grandes zancadas hasta la puerta de mi apartamento, que cierra tras de sí con indignación.
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